Cuba e igualdad social
El discurso contemporáneo oficial sobre la igualdad social en Cuba se articula principalmente a partir de dos componentes: una narrativa normativa sobre la igualdad (lo que debería ser), y la evidencia relativa a los bienes y servicios públicos provistos por los programas de salud, educación, seguridad social y otros, que efectivamente desempeñan una función positiva en materia de igualdad social. Sin duda, ambos componentes son racionales e importantes. Pudiera argumentarse, incluso, que la pobreza es el tema social políticamente más importante y sensible en Cuba. No obstante, mi apreciación es que en el caso de Cuba la pobreza, especialmente la que pudiera considerarse como pobreza “crónica” o “extrema” (condiciones prolongadas de privación), es fundamentalmente un problema de desigualdad. Es decir, que la situación de pobreza debería explicarse esencialmente como resultado de una condición de desigualdad social vinculada al “desempoderamiento” de esas personas.
Se trataría, entonces, de ver la pobreza no desde una perspectiva de carencias básicas, ni como un problema de estándares (“líneas de pobreza”), ni desde una perspectiva “minimalista” de vulnerabilidad, ni como un concepto normativo, sino como un fenómeno que debe ser apreciado desde una perspectiva “relacional” (como proceso social constituido por flujos de acciones e interacciones). Desde mi punto de vista se requiere reemplazar el enfoque tradicional de pobreza por un enfoque alternativo, en este caso por el enfoque de exclusión social, que permite explicar la pobreza desde una óptica de conflicto social y de poder. En términos más simples: es necesario explicar la pobreza rechazando la despolitización de lo social.
Sin embargo, falta un componente crucial: la evidencia que permitiría confirmar si desde que comenzó la “actualización” en 2011 habría disminuido, o por el contrario habría aumentado, la desigualdad. Tal y como se ha expresado anteriormente, ese es un componente que no puede existir en ausencia de indicadores específicos para medir la desigualdad. Cuando en el debate actual se trata de sustituir esa evidencia (la que medirían los indicadores de desigualdad) por una combinación de discurso normativo y de otro tipo de evidencia relativa a los indicadores de salud y educación, la perspectiva resultante es incompleta y distorsionada. De hecho, pudiera inducir a pensar que la desigualdad es un problema relativamente menor (ni siquiera habría que tomarse la molestia de medirla) y que es factible de ser “manejada” mediante programas sociales universales como la salud y la educación, y mediante programas de asistencia focalizados en grupos poblacionales “en riesgo”. Sin embargo, en realidad la desigualdad social es un proceso mucho más complejo que tiene factores causales muy importantes en el empleo, los salarios, los ingresos no salariales, y la conversión de determinados bienes en activos económicos, por citar solo algunos.
Los datos de los resultados de los programas sociales, relevantes en sí mismos, no permiten comprobar por sí solos si la sociedad se ha movido hacia la igualdad o hacia la desigualdad. Para eso se necesitan los indicadores específicos que miden la desigualdad. Cabría la posibilidad de que tales indicadores estén siendo calculados sistemáticamente de manera oficial pero que estos no se divulguen. Si ese fuera el caso, se dispondría entonces, en círculos limitados, de importantes datos para adoptar decisiones de políticas públicas fundamentadas en una medición de la realidad.
Como afirma un viejo principio de la economía, solo se puede distribuir lo que se produce, salvo que condiciones internacionales excepcionales permitan transferir sistemáticamente excedentes no producidos en el país desde otras economías más avanzadas, sin que ello implique el aumento de una deuda que, tarde o temprano, termina frenando y desarticulando toda la economía del país. El impacto de las remesas familiares no modifica, por su magnitud y carácter. Los sectores que suponen derechos sociales fundamentales (como educación, salud y seguridad social) deben mantener su distribución igualitaria, gratuita y universal.
La igualdad social, la libertad, y la dignidad plena del ser humano deben ser el factor esencial en la definición de cualquier propuesta socialista por condicionada que esta esté a las realidades que impone la actual situación de la economía y los mercados internacionales. Las inevitables diferencias de ingresos, deben asumirse como parte del modelo económico necesario e integrarse a lo común de la dinámica social, pero estas no deben ser extremas ni conducir a exclusiones y marginalidad. La igualdad y la justicia social no se deben remitir solamente a los ingresos monetarios de las personas. En esto media la política, que en una perspectiva socialista, no puede reducirse a la buena administración de la economía, aunque tampoco puede ser contraria a esta.